
Hace muchos años, una amiga me pidió que ayudara a sus hijas con el inglés, ya que yo había vuelto recientemente de Liverpool, donde estuve viviendo un tiempo.
Al principio, mi respuesta fue un «no» rotundo: siempre me sentí una negada para el inglés, y aún arrastraba ese complejo. Pero al final claudiqué (a veces la necesidad te empuja por el camino correcto) y me puse manos a la obra.
Por aquel entonces trabajaba de interna cuidando a un matrimonio de personas mayores. En mis ratos libres escribía historias que soñaba con publicar algún día. Vivía en un quinto sin ascensor, sin calefacción ni aire acondicionado. Era un piso grande, incómodo, pero lo adapté: monté una mesa con una tabla y dos burrillas y desempolvé mis viejos libros de inglés del instituto… esos que tantas frustraciones me habían causado.
No sabía por dónde empezar. Las dos primeras clases las pasé ayudándoles con sus deberes y sus libros de texto, tratando de aclarar sus dudas… y las mías. Pero tras un par de semanas viendo que aquello no avanzaba, decidí tirar de lo que realmente me había hecho aprender inglés durante los 8 meses que viví en Liverpool. Ese fue el verdadero comienzo.
Un salto al pasado…
Cuando llegué a Liverpool, mi nivel de inglés era de -5. Literalmente.
En el instituto había ido arrastrando la asignatura hasta el final, acumulando frustración: no entendía nada. ¿Por qué ahora sí se dice in y antes no? ¿Por qué to y no for? ¿Por qué no puedo usar say y tiene que ser tell? ¿Y los listenings? Mejor ni hablamos.
Al llegar a Liverpool, iba con una mano delante y otra detrás. Tenía dinero para dos semanas. Mis madres quemaron una tarjeta de crédito para darme una oportunidad, y en ese tiempo tenía que encontrar la manera de mantenerme.
La primera semana me quedé en casa de una amiga. La segunda, en una habitación compartida con 19 personas en un hostal. Allí trabajaban un par de españoles, y pensé que, si ellos lo habían conseguido, quizá yo también.
Me pasé la semana “haciendo campaña” delante de la puerta del director del hostal. Al final, tras echarle mucha cara (mucha), conseguí un puesto en el departamento de housekeeping a cambio de alojamiento.
Me negué a refugiarme en los españoles. Me empeñé en parlotear con todo el mundo, sin descanso. Al mes y medio ya podía comunicarme y empezar a entender. El jefe me pasó a recepción para forzar más mi oído y entrenar el idioma, porque lógicamente… le salía barata.
Los turnos de noche, largos y tediosos, fueron clave: largas conversaciones con compañeros nativos, preguntas constantes, y esa manía mía de buscarle el “por qué” a todo. Poco a poco, los mil interrogantes que me amargaban empezaron a tener sentido.
Mi cerebro, por fin, entendió por qué el inglés es como es, y comencé a usarlo con naturalidad, apoyada en una lógica que lo hacía por fin… accesible.
Volvamos a la habitación helada.
Un día, me hice una pregunta clave:
¿Y si, en lugar de seguir el camino de los libros de texto y los exámenes estándar, intentara crear mi propio camino? ¿Y si tratara de enseñar el inglés como yo misma lo había entendido, en lugar de memorizarlo?
Y di con la tecla.
Empecé a disfrutar enseñando lo que yo había descubierto. El boca a boca hizo su magia y, en pocos meses, empezaron a subir a ese quinto sin ascensor personas de todas las edades, con todo tipo de objetivos, para probar este sistema tan poco convencional.
Un día en concreto, con dos alumnos senior en clase —con los abrigos puestos por el frío—, mirando mi agenda y calculando el tiempo que tenía para volver corriendo a mi trabajo de interna, lo vi claro:
Quien no arriesga no gana.
Si quería cambiar mi presente, tenía que tomar una decisión. Si no lo hacía, jamás lograría publicar las historias que seguían siendo mi sueño.
Dejé el trabajo. Encontré un local ultrabarato, pedí prestadas unas sillas y una mesa (y una impresora, regalo que nunca olvidaré), redacté el proyecto, di forma a la metodología, la registré, me di de alta y me volqué por completo. Dormí en el despacho más veces de las que puedo contar.
Al principio trabajaba también con niños y adolescentes, pero pronto entendí que quienes más necesitaban el inglés, y más sufrían por no dominarlo, eran los adultos. Y ellos también eran quienes más valoraban la efectividad del método.
Me especialicé en adultos.
Trabajar con ellos me hizo mejorar como docente: un niño asume tu autoridad, un adulto te cuestiona. Te mide. Te hace crecer.
Y entonces llegó la pandemia.
Una semana antes del estado de alarma, algo me dijo que me preparara. Escaneé todo el material que pude, preparé tutoriales paso a paso, aprendí a usar las herramientas mínimas y el lunes siguiente… ya estábamos todos online.
Contra todo pronóstico, los dos años siguientes fueron de crecimiento. El boca a boca siguió funcionando. Adapté el método al nuevo formato y comprobé que las clases online no solo funcionaban, sino que aumentaban la efectividad del sistema.
Mi formación en arte dramático (pero eso es otra historia…) me ayudó a sacar partido al nuevo formato. Me sentí de nuevo en un escenario, y eso se notó.
Hoy…
Puedo decir, orgullosa y segura, que el sistema que desarrollamos en Método CIA no solo enseña inglés: transforma la relación que tienes con el idioma. Te ayuda a pasar del odio al amor, y a hacer del inglés un aliado.
Tal y como me pasó a mí.